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Rino el erizo


Cómo el hombre puede aprender de la naturaleza.

Rino el erizo dormía felizmente en su guarida. Había llegado la primavera y empezó a despertarse, se lavó la cara, se alisó el pelo y se preparó para salir de su hibernación. Pero en cuanto asomó la cara fuera de su refugio, enseguida volvió a entrar: un hedor terrible no le dejaba respirar. Lo intentó de nuevo, pero no pudo salir. Desesperado, pidió ayuda a sus amigos los animales que enseguida llegaron y le preguntaron qué estaba pasando.

«No puedo respirar, ayudadme», dijo.

«Vuelve a tu guarida, intentaremos ayudarte», dijeron los animales.


Halcones, alondras, animales pequeños y grandes se reunieron, las quejas fueron muchas: «Nosotros también estamos luchando por respirar, nuestros cachorros enferman, las hembras ya no producen huevos y no nacen crías, estamos al borde de la extinción. El hombre es el animal más dañino, es él quien tendría que extinguirse».

Una trucha que vivía en un arroyo cercano se ofreció voluntaria: «Le pediré ayuda a mi amiga agua, ella nos salvará».

Grandes inundaciones golpearon todo el planeta. Hombres, mujeres y niños sufrieron enormes dificultades, pero el ser humano no se detuvo.

Rino salió de su guarida pero siguió tosiendo y volvió a entrar.


Entonces intervino una lombriz: «Pediré ayuda a la tierra, ella nos salvará».

Todo tembló tan fuerte que ciudades enteras se hundieron. Muchos perdieron sus casas y amigos, pero el ser humano no se detuvo.

Rino respiró un poco mejor, aunque todavía con dificultad. Y volvió a su guarida.


El saltamonte convocó a miles de sus hermanos y juntos destruyeron cosechas enteras.

Las grandes naciones se quedaron sin comida pero el hombre no se detuvo.

Rino empezó a respirar mejor pero, aun así, se quedó en su refugio.


Entonces se presentó un pequeño virus: «Yo pararé al ser humano», dijo.

Y comenzó por el lugar más tecnológico, donde había más gente y más contaminación.

Empezó a extenderse entre ellos en silencio. Y poco a poco llegó a todas las naciones del mundo.

Todos estuvieron obligados a detenerse. Cerraron escuelas, aeropuertos, bares, discotecas, gimnasios y fábricas. Se pararon las bicicletas, coches, aviones y trenes.

Nada parecía frenar al pequeño virus que campaba a sus anchas como un rey. Por miedo, los hombres se habían encerrado en sus casas, lejos unos de otros por temor a infectarse.

Así, aislados, empezaron a pensar: «¿Qué debemos hacer? ¿Qué es lo que tenemos que entender?».

Probaron a llamarse por teléfono, a cambiar sus hábitos, a escribir frases de esperanza. Frente a este virus, las cosas que antes parecían tan importantes perdieron su valor. Sus mentes y sus corazones aprendieron a comunicarse.


El cielo comenzó a despejarse y también el mar. Los ríos y arroyos comenzaron a fluir alegremente de nuevo. Los prados, las flores y las plantas rezumaban aire limpio para deleite de las abejas, mariposas y otros insectos. La alondra y otros pájaros hicieron que su alegre canción se escuchara de nuevo.

El virus regresó hasta los animales para preguntarles si ya podía irse: tal vez los humanos lo habían entendido.

Todos estuvieron de acuerdo: «Quédate un poco más, hasta que los humanos hayan limpiado el mundo de toda su suciedad. No deben volver a actuar como antes. Cuando todo vuelva a estar en equilibrio y armonía, te irás sin que ellos se den cuenta».

Después fueron a visitar a Rino el Erizo y le dijeron: «Intenta salir ahora de tu guarida y dinos, ¿cómo estás?».

Salió, respiró, volvió a respirar, sintió el aire en sus pulmones y contestó: «Ahora todo va mucho mejor. Gracias, amigos».

Cuando los pájaros vieron que los cascarones volvían a romperse en los nidos, cuando las madres volvieron a alumbrar a sus crías, organizaron una gran fiesta. También invitaron a los pequeños humanos, que prometieron mantener siempre sus vidas en equilibrio con la naturaleza.



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